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EN / 12 SIERRA CRESTELLINA: Los picos y el cielo

martes, 20 de septiembre de 2011

Y el verde esmeralda del bosque y el azul intenso del cielo y el blanco de las últimas nieblas y el gris de las altas crestas. Con toda esta paleta de colores intensos dibujamos un paisaje duro y serio, recio, dos picos columbrados por aristas grisáceas que apuntan hacia el cielo, el tejado pardo de un refugio que parece pender de la pared misma de la sierra, al fondo, un bosque cerrado de intensos verdes, reluciente tras el rocío, una fina línea que marca el sendero que tendremos que recorrer, la bajada de vértigo entre el roquedal. Y en todo ello, la esperanza de vislumbrar el planeo delicado y sutil de los buitres leonados, el vuelo radical de algunas rapaces, el cimbreo de los árboles causado por algún mamífero huidizo. Esto es Sierra Crestellina, un pico señorial que mira a Casares y al mar.

El Paraje Natural Protegido de Sierra Crestellina

Son dos picos afilados que apuntan hacia lo alto, blancos. Cara al mar del Valle del Genal, balcón hacia el Campo de Gibraltar y escuderos de Sierra Bermeja. El municipio de Casares se adormece sobre su falda y e corona con ellos cual nido de águila. Una de sus particularidades reside en su color, grisáceo, blancuzco en sus cimas peladas, muy distinto del color ocre de la ya citada Sierra Bermeja. Parecen relucir ambos picos bajo el cielo, como un aviso para navegantes, una referencia ineludible de viajeros y marinos, cruce de caminos entre Algeciras, Málaga y Ronda. Caminos que fueron surcados desde tiempos inmemoriales por fenicios y romanos y árabes y cristianos y piratas berberiscos.
Imaginamos también caminar por las laderas de Sierra Crestellina a un Blas Infante niño. El padre de la llamada patria andaluza nación en Casares y quizá estas montañas fueran parte de su zona de juegos, quizá aquí, en la altura y la proximidad del Mediterráneo, entre el blanco de las nubes y el verde de los bosques forjó su primigenia idea de Andalucía. Conjeturas.
Lo que sí es una realidad es que Sierra Crestellina, que recibe este nombre precisamente por sus crestas y cortados de considerables altura, fue nombrado Paraje Natural Protegido en el año 1989, que su superficie es de 478 hectáreas, que en el año 2002 se considero Zona de Especial Protección para las Aves, que está propuesto a día de hoy como Lugar de Importancia Comunitaria y que sus dos picos más altos son el de Sierra de Casares (906 metros) y Cerro de las Chapas (948 metros).
Su composición caliza, propensa al desgaste por la erosión hace que el paraje esté salpicado de numerosos cuevas, simas y grutas como la de la Virgen, la del Almez, la del Puerto de Ronda, la del Abrigo del Granaíno o la del Abrigo de Pacis.
La vegetación y flora que se acomoda en su terreno destila esencia mediterránea: alcornoques, quejigos, romero y tomillo, encinas (incluyendo la famosa encina de Pepe Díaz a la que datan con más de 300 años de antigüedad), aulagas y esparragueras, espino negro, acebuches, pino pinaster, jara… Una variedad amplia que se ve reforzada con repoblación artificial de pino carrasco. Introducción artificial que se realizó tras el devastador incendio de 1984, en el que se quemó la zona más occidental de la sierra.
El señoreo de los buitres leonados es indiscutible dentro de la fauna que se encuentra en el paraje, que cuenta con una estimable colonia y zona de nidificación en la sierra. Además de esta especie carroñera, se hallan rapaces como el halcón peregrino, el águila perdicera o el cernícalo vulgar, y mamíferos como el meloncillo, el gato montés, la cabra montés o el corzo.
Con todos estos mimbres y documentación anotados en el cuaderno de viaje, iniciamos nuestro recorrido.

El sendero de Crestellina Natural

Vemos el pico enhiesto, allá en lo alto. Un grupo de nubes grises, brumas marinas, cubre la parte norte del recorrido. Brillan las calizas en la cima de los picachos, como si de un faro se tratara. La mañana, fresca y viva, que anuncia la inminente llegada del otoño, alienta el camino, las ganas de andar, de descubrir un nuevo recorrido para nosotros.
El sendero de Crestellina Natural es una ruta circular de ocho kilómetros que se puede realizar en aproximadamente tres horas. La primera parte nos llevará hasta el Puerto de las Viñas, caminando sobre una pista semipavimentada que conduce a numerosas fincas diseminadas por la zona oriental de la sierra, bosques de alcornoques, un paso natural al valle del Genal y las primeras estribaciones de un cerrado bosque. La segunda parte de la ruta nos llevará a través de ese bosque por un amplio sendero natural, a la sombra de los picos más altos, faldeando a media altura la sierra, con unas inmejorables vistas, hasta el Refugio de Sierra Crestellina. Para y fonda antes de acometer una importante bajada (que se debe realizar con precaución, no aconsejable para niños ni para personas con vértigo) que cae casi a pico hasta la carretera que nos llevará de nuevo a Casares. Comenzamos.
La mañana es agradable, temperatura perfecta para caminar. Hemos visto algunas nieblas en Sierra Bermeja y algunas nubes grises y densas en el cielo a nuestra llegada. La predicción meteorológica no anuncia lluvia, pero siempre es aconsejable llevar entre nuestros pertrechos una camiseta de recambio y un impermeable fino. Hemos estacionado el coche en las proximidades del Restaurante Laura. Rente a él nos encontramos los paneles informativos de la ruta y se inicia el camino. Pista de tierra semiasfaltada, en ascenso constante durante casi la mitad del recorrido que nos llevará diligentemente y sin pérdida hasta el Puerto de las Viñas. La singularidad de este primer tramo reside en el uso que el ser humano ha dado a estas laderas y su vaguada. Alcornoques tratados, campos de cultivos que se deslizan como ríos entre las rocas salientes, fincas de postín y fincas de labranza. Se respira paz y sosiego. Durante todo el recorrido nos cruzamos con dos coches y con los ladridos de dos perros guardianes. Apenas a 300 metros del inicio vamos a encontrar una fuente del siglo XVIII conocida como Fuente Arquita, se acompaña el conjunto de dos frondosos y umbríos árboles y par de bancos. Es un buen lugar para llenar botellas y cantimploras con agua fresca, ya que en el resto del recorrido no encontraremos agua potable.
Desde los primeros pasos y salvada la primera curva nos hacemos una idea cabal del sendero, casi se dibuja hasta el puerto de frente y pro la derecha para desviarse hacia la izquierda, perfilándose a media altura de la ladera hasta desembocar en el Refugio, cuyo tejado se contempla pronto y vemos la bajada que nos llevará, casi, hasta el punto en el que ahora nos encontramos.
Las cimas de la Sierra de Casares y el Cerro de las Chapas se tiñen de rojo con la llegada del sol, despunta el colorido y contrasta con la luna mañanera, aún presente en el cielo. Al fondo del valle, ascendiendo hasta el puerto de las Viñas, un intenso bosque esmeralda, profundo y apretado. Caminamos despacio, el camino no tiene mayor complicación. Todo es ascendente y en algunos tramos se empinan un tanto las cuestas, pero es fácilmente salvable. Observamos las casas de campo, sus nombres curiosos, sus procedencias insólitas, como la finca el “Rincón de Xochipili” cuyo nombre responde al “dios de las aztecas, del canto, la poesía, del teatro, del amor, del baile, del mundo vegetal, de la primavera y el Príncipe de las Flores de México” tal y como reza un panel cerámico a la entrada de la finca. Continuamos camino, si pérdida. No tomar ningún otro sendero a izquierda o derecha.
Llegamos así hasta el Puerto de las Viñas, un paso natural hacia el Valle del Genal, cuyas últimas estribaciones podemos contemplar, mientras la niebla desciende muellemente desde Sierra Bermeja hacia los castaños a punto de madurar. Vemos un caserío flotando entre el bosque, podría ser Jubrique. Una señal nos indica el camino hacia el refugio. Hemos tardado aproximadamente una hora.
Nos adentramos en el bosque.
El viento mece las copas de los árboles y dota nuestro paseo de una banda sonora inigualable. Silban algunas rachas entre el cresterío de los picos. Se mueve la maleza a nuestro paso, entre bisbiseos rápidos y secretos. Huyen de nosotros los habitantes del bosque. El bosque es cerrado, apretado y apenas se puede vislumbrar nada ladera abajo, su boca oscura colmada de troncos y jaras forma una tupida barrera. Caminamos en silencio, despacio, inspirando los aromas sentidos que emanan de la foresta.
De pronto nos sorprende un aleteo recio, súbito. Flap-flap-flap-flap- Miramos hacia arriba y nos da tiempo a disparar la cámara para captar el vuelo de una rapaz desde su nido. Todo ha sido tan rápido que apenas nos da tiempo a enfocar.
Escuchamos cómo cae alguna piña, haciendo un ruido de ecos solitarios. Caminamos sobre un colchón mullido de agujas de pino secas. A la derecha dejamos el camino que lleva hasta los 948 metros de altura del Cerro de las Chapas, que casi vemos sobre nuestras cabezas en una apertura del bosque. Seguimos.
Tras una curva. El paisaje prodigioso. Hasta ahora hemos caminado sumidos en la casi oscuridad, al abrigo del tupido enramado. De pronto, éste se despeja y ofrece la vista interminable de Casares sobre su peñón, del mar al fondo, como el presagio de un largo viaje, las primeras estribaciones del Campo de Gibraltar… Es deslumbrante.
El camino ahora se abre a la sierra a la derecha y al bosque y la vaguada a la izquierda. Discurre a media altura, bajo los picos, casi en línea recta y sin demasiadas oscilaciones del terreno. Ralentizamos la marcha para disfrutar del paisaje que esconde y asoma el municipio de Casares en un juego de escondites. Sentimos, desde el sendero, el poder que otorga la altura y que permite otear más allá, ver un nuevo paisaje sobre otro conocido, situarse más cerca de las nubes y con una vista privilegiada sobre los espejismos del mar.
Desde aquí vemos, perfectamente, el recorrido que hemos realizado. La pista que nos ha llevado desde el centro urbano hasta el Puerto de las Viñas, y el bosque esmeralda que hemos dejado atrás. Aún se ven, las imponentes alturas de Sierra Bermeja hacia el este.
El mar se esconde tras una cortina caliginosa, el sol juega con sus reflejos. Y Casares, con los restos amurallados de su castillo.
Seguimos el camino, tiramos fotos, anotamos, nos paramos y contemplamos el paisaje. En una hora, aproximadamente hemos llegado hasta la desviación que nos llevará al refugio y a mirador de la Cosalba (a 300 metros). Tomamos el desvío a la derecha que nos llevará hacia el mirador, mientras una creciente brisa transformada en viento nos azota.
Antes de llegar al mirador realizamos una parad técnica ante un panel explicativo: El buitre leonado. “El cortado calizo que se extiende ante nosotros alberga el más importante núcleo de población de buitre leonado de la provincia de Málaga (…) Se las puede sorprender al amanecer, sobre las repisas, a la espera de que el sol caldee el ambiente y forme corrientes ascendentes de aire calientes, conocidas como corrientes térmicas”. Observamos atentamente. Escudriñamos con los prismáticos. Hoy no es nuestro día de suerte. Y es raro porque en los viajes realizados por esta zona camino del Genal o de Ronda, ha sido siempre imagen inevitable contemplar el planeo de los buitres sobre nuestras cabezas. Otra vez será. Ascendemos desde aquí hasta el mirador y, batidos por el viento, contemplamos el paisaje. Casares, el Mediterráneo, el bosque de aerogeneradores, como gigantes de novela de caballeros, el Campo de Gibraltar. La mañana, no permite una visión nítida del paisaje y lo envuelve en misterios. Descendemos, retomamos el camino y llegamos, sin pérdida hasta el refugio de Sierra Crestellina, parada obligada para el descanso y el avituallamiento antes de afrontar el último tramo de bajada.
El refugio es una casa sencilla, con dos mesas en el exterior de un porche protegido y una pequeña habitación cerrada. Lo bueno es que se puede reservar en el Ayuntamiento de Casares, llamando al teléfono 952 89 51 48. Es una opción estupenda para pasar una noche o un fin de semana en un entorno natural privilegiado y contemplar, por ejemplo, el amanecer y atardecer desde el
mirador de la Cosalba.
Nos sentamos en una de las mesas. Buen refrigerio, agua, algo de dulce. Todo es silencio, sólo se escucha el murmullo del viento, que ha aflojado. Revisamos, recogemos la poca basura que hemos generado y retomamos el camino.
Desde el refugio hasta la carretera todo es descenso, un pronunciado descenso. El camino, perfectamente señalizado, discurre entre pinos, anejo a una torrentera. Los cascajos de piedra que salpican todo el desnivel pueden inducir a resbalones, así que, hay que tener cuidado, precaución, acudir con un buen calzado y un bastón, al ser posible (y bien manejado). Bajamos sin mayor problema, sorteando las dificultades que nos salen al paso hasta llegar a la zona más complicada. Recogemos la cámara en la mochila, atamos el bastón a uno de sus correajes y bien asidos a la piedra salvamos el camino que transcurre casi a roca pelada y mirando a un precipicio serio. Tomando las precauciones mínimos no tiene porqué surgir ningún problema. Tras el paso, desenfundamos de nuevo la cámara y nos introducimos en un bosquete de algarrobos, siempre decendiendo hasta vislumbrar Casares sobre nosotros por primera vez en todo el trayecto. Salimos a la carretera bordeando campos privados de cultivo y desde este punto, subimos hasta el lugar en el que hemos estacionado el coche.
Miramos hacia arriba y al fondo del valle y casi podemos trazar con un dedo en el aire el recorrido completo que hemos realizado.

Despedida

Planean en círculos, apenas sin batir las alas, mecidos por las corrientes de aire caliente. Otean el horizonte y vigilan los campos en la tierra, a la búsqueda infatigable de sustento. Su envergadura descomunal, de casi dos metros y medio, impone. Ni un graznido. Silencio. Atisban y descienden con delicada ligereza, sabiendo que el alimento no es huidizo. Tras el primero, otro y otro y otro, en bandada ordenada. Casi sentimos su presencia.
Esto imaginamos encaramados al mirador de la Cosalba, mientras la brisa refresca nuestra piel y en la mirada aún se pinta el color azul del cielo y el verde esmeralda del bosque.

Enlaces de interés y consejos útiles

Enlaces de Interés: Tomamos como referencia la página web del Patronato de Turismo de la Costa del Sol y la página web de la Junta de Andalucía, Ventana del Visitante. Además, la página web municipal de Casares.

Fotografías: Se muestran en este apartado la colección completa de fotografías correspondientes al post.



Ubicación: En este mapa de Google se puede referenciar el lugar de este Paraje Natural Protegido.


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EN / 11 PINAR DEL HACHO: El mirador de Antequera

martes, 6 de septiembre de 2011

Y la vega ante nuestros ojos. Allá, al fondo, velado por los restos húmedos de la calina, el Peñón de los Enamorados. Más cerca, los pináculos de las iglesias, conventos, palacetes y murallas de Antequera, como si quisieran pinchar el cielo azul. Aún más cerca, el verde esmeralda, intenso y brillante del mar de pinos. Todavía más cerca, más próximo, casi al roce de las yemas de los dedos, las gramíneas que se mecen al compás de la brisa. Todo, ante nuestros ojos. Y a nuestra espalda, la Torre del Hacho, que sostiene el suspiro que ante tanta inmensa belleza nos atenaza. Estamos en el Parque Periurbano del Pinar del Hacho, el mirador natural de Antequera, y es un privilegio.

Una aproximación

Caminamos con el coche, entre olivos, una columna de polvo blanco nos sigue en forma de estela volátil y vaporosa. Un senderista nos ha indicado el mejor camino para llegar hasta el borde superior del pinar, para ello atravesamos un olivar extenso, dejando a nuestra derecha, a lo lejos, las primeras estribaciones del Torcal y frente a nosotros, la promesa escurridiza de una torre vigía que juega al escondite entre los pinos jóvenes. Atravesamos una verja abierta y estacionamos, no se puede llegar más allá. Descendemos del coche y lo primero que nos asalta es la fragancia. Un perfume intenso y fresco, que aún conserva los tintes de la madrugada, se cuela en el coche, en la mochila, en el cuaderno de notas, en la cámara de fotos. Lo segundo, el color. El verde esmeralda de los pinos piñoneros jóvenes, confiere al parque una esencia un tanto irreal en el juego de sombras con el sol de la primera mañana. Lo tercero, la presencia imponente de la Torre del Hacho, que se asoma entre las copas de los árboles como un vigía mayestático. Todo al punto. Caminamos con un objetivo claro.

El Parque Periurbano Pinar del Hacho

Parece cubrir la parte sur de Antequera como una protección natural. Ocupa la parte más alta y una zona de la ladera de un cerro romo, que desciende en la cara antequerana de forma contundente y que se suaviza dúctilmente en la zona que mira al Torcal y a los olivares del camino a Valle de Abdalajís. La zona protegida abarca 85 hectáreas y está repoblada por pinos piñoneros o marítimos de unos 40 años de antigüedad. Es un bosque relativamente joven y eso se nota en la altura de los árboles y en el grueso de sus troncos. El Pinar del Hacho está surcado por el Cordel Málaga – Antequera, una vía pecuaria de paso de animales que cumple con los 37,5 metros de anchura preceptivos y que además de su uso ganadero se compatibiliza con usos deportivos como senderismo y la práctica de actividades cinegéticas. De hecho, durante nuestra visita, se escuchan los ecos sordos de algunos disparos y los ladridos de una jauría de perros al fondo; y descubrimos algunos rastros de bicicletas de montaña. El parque está presidido por la Torre del Hacho, un torreón vigía desde el que se otea la llegada a Antequera desde El Torcal y desde Valle de Abdalajís, además de ofrecer una completa panorámica de la vega, del Peñón de los Enamorados y de la propia ciudad de Antequera. Dada su construcción, doce metros de altura, aproximadamente, con puerta exterior a ras de suelo y con apenas dos o tres troneras, se presupone que el carácter de la torre era puramente vigía y no defensivo. Desde sus almenas se podrían hacer señales al centro de la ciudad perfectamente visibles. Aunque la datación de su construcción no está clara todo apunta a que se erigió en el siglo XIII y fue declarada Bien de Interés Cultural en 1985.
Sobre la fauna, el parque tiene catalogadas 59 especies de aves, 14 de mamíferos, 8 de reptiles y 2 de anfibios, correspondientes todas ellas a la típicamente mediterránea propia del entorno. La flora está constituida por el ya citado pino piñorero joven de reforestación con 40 años de antigüedad, además de lentiscos, romero, matorral y pastizal.
Pero si algo caracteriza al Parque Periurbano Pinar del Hacho son sus vistas, la panorámica magnífica de Antequera y de su Vega, del norte del Torcal, de la Sierra de Cabras… Vamos a descubrirlo.

La visita

Caminamos sobre un ancho carril de arena, arena de montaña, roca erosionada hasta convertirse en polvo, rota por el frío, por el calor, por los drásticos cambios térmicos. Nos sumergimos en el mar de pinos bajos, sus agujas apuntando en todas las direcciones, como queriendo abarcar el aire fresco que respiramos. Se mezclan nuestras huellas claras, evidentes, de bota de montaña, con otras más sutiles, más gráciles, que podrían ser de aves, de zorros, de perros. Los caminos divergen y se difuminan y a veces son solo un sendero formado por gramíneas aplastadas por un viajero anterior, por la costumbre de paso de un mamífero. Respiramos el aire puro y la esencia del pinar y de la arena y del aire de la mañana se conjugan en su evocación para traernos el Mediterráneo, tan lejos y tan cerca de estos pagos, apenas a 50 kilómetros. Es un conjuro de nuestra mente y de la naturaleza. Quizá el rastro de pino marítimo, quizá la arena que se asemeja a playa, quizá. El arenal se difumina entre el matorral bajo y deja ver un leve roquedal bajo la superficie. El camino a seguir está marcado por la Torre del Hacho, que vemos siempre, si no sobre las copas de los árboles, sí por entre los mismos, como un vestigio antiguo de tiempos pasados. Caminamos, escuchamos los leves sonidos de pájaros que trinan, la banda sonora de las chicharras que van despertando según se despierta el día. Pasamos la palma de la mano sobre las gramíneas, que nos acarician. Nos asomamos a un pequeño claro y por fin contemplamos la torre al completo. Piedra clara al sol. Compacta, sencilla, sin alharacas, con su función clara de vigía y leve defensa, de aviso para navegantes. La boca de su puerta está abierta, como un agujero negro, nos asomamos, nada destacable. El imán de la torre aún no nos ha permitido disfrutar de lo mejor y es, precisamente, cuando salimos de su boca cuando lo vemos: El horizonte. Se extiende ante nosotros Antequera, su vega y el perfil aindiado del Peñón de los Enamorados. La calima de la mañana se ha disipado y solo queda un rastro sutil y ligero. La vista es excepcional. Nos sentamos en la boca de entrada a la torre y sin movernos, parecen los pinos enmarcar la escena. Se abren las ramas de manera natural para ofrecer al viajero este impresionante horizonte. Destacan los pináculos de las iglesias antequeranas, las torres campanarios que se elevan al cielo intentando acariciar su barriga azul, las casas blancas apretadas como un racimo, los tejados ocres. Intuimos la posición de los dólmenes de Menga y Viera. Al fondo, la nariz del Peñón de los Enamorados rompe el horizonte. Los cultivos de la vega parecen una taracea sobre la tierra, pintando de amarillos y anaranjados y marrones cada fragmento de la superficie. Y en primer término, el verde esmeralda de los pinos piñoneros. Sentados aún en la boca de la torre, reposamos la vista, bebemos agua, disfrutamos de este privilegio, de este mirador natural sobre Antequera.
Una vez descansados buscamos un camino de descenso. Entre los pinos se intuye uno de ascenso que nosotros bajaremos. Queremos llegar hasta una zona inferior del parque para tener otra visión de Antequera y disfrutar del paseo entre los pinos.
Caminamos y se acentúa el olor denso a matorral. Va perdiendo el frescor la mañana y se concentran los aromas a tierra, a romero. Llegamos hasta otra de esas playas de montaña que salpican el parque, para seguir los pasos de un camino encajonado en un roquedal. Cruzamos y desembocamos en otro arenal. Se abren las vistas de la vega antequerana. Caminamos, tiramos fotografías, observamos, callamos ante el silencio. Vemos el borde de otro de los caminos por los que se puede acceder hasta la torre, el que viene desde Antequera a través de la torre de la legión. Más empinado y cansado, pero también fácilmente practicables. Desandamos nuestros pasos, nos reencontramos con nuestras propias huellas, las descubrimos a travesadas por otras nuevas, un ave. Todo parece quieto y todo se mueve sin que nos percatemos de ellos. Se escuchan algunas voces a lo lejos, de alguna finca cercana, dos hombres, hablan de una máquina y de un olivo. Seguimos nuestro ascenso hasta llegar a la torre de nuevo y de ahí, al lugar en el que hemos estacionado el coche. Nos giramos y, por última vez, aspiramos la fragancia cambiante, vemos el Peñón de Los Enamorados atravesado por antenas de telecomunicaciones, percibimos los movimientos lejanos de la vega viva. Agitamos la mano hacia Antequera. Hasta la próxima, seguro.

Despedida

Esa primera imagen, el cuadro pintado con la precisión de Antonio López. Todo en calma y todo moviéndose. El velo de la calima última confiere un aire irreal, de pintura, de óleo vivo en el que todo parece inmutable, un clic de la cámara fotográfica detiene el tiempo detenido. El marco de los pinos y Antequera, la antigua, ahí abajo, como un sueño.

Enlaces de interés y consejos útiles

Enlaces de Interés: Tomamos como referencia la página web del Patronato de Turismo de la Costa del Sol y la página web de la Junta de Andalucía, Ventana del Visitante. Además de la página web municipal de Antequera.

Fotografías: Se muestran en este apartado la colección completa de fotografías correspondientes al post.



Ubicación: En este mapa de Google se puede referenciar el lugar de este Parque Periurbano.


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